Aunque seamos una página de cine y series, ya saben que algunas veces, nos gusta acercarles obras literarias, si es que la ocasión así lo amerita. En esta oportunidad, les traigo un cuento de terror de Marcelo Cáceres, un escritor argentino que, seguramente, va a dar que hablar. Pertenece a su libro «La Puerta del Infierno». Te lo dejo a continuación, disfrutalo.
CETÓNICOS
Un día normal en el cementerio municipal. Sin grandes sobresaltos. Los jefes seguían siendo duros y los eventos nada inspiradores. Era viernes por la tarde y se necesitaba exhumar un último cuerpo del cementerio. Casi era hora de irse pero, muy a su pesar, el sepulturero decidió cumplir para evitar problemas a futuro. Eran épocas donde el trabajo escaseaba y no había que hacerse los héroes delante de nadie. Se necesitaba el dinero para poder vivir.
Unos compañeros del desdichado empleado de esa tarde se fueron, casi como escapando, cuando se enteraron de la tarea. Casi que le “tiraron el muerto”, como se dice en la jerga. Se preparó con el overol de trabajo, las botas, el barbijo y empuñando la pala, se dirigió hasta la parcela correspondiente. Allí lo aguardaban algunas personas, bajo los pocos destellos de luz que se filtraban por entre las ramas de los árboles más altos del lugar. Moría la tarde. Un saludo cordial fue el inicio de esa reunión, la cual estaría bien encaminada.
Teniendo en cuenta que siempre eran despreciados o, por ignorancia, discriminados. Se los trataba como piezas de un juego, pensó. Había transcurrido el tiempo determinado y, si el cuerpo logró reducirse favorablemente, este pasaría al crematorio. Las condiciones higiénico-sanitarias del sepulturero eran las adecuadas, no así las del resto de los presentes. Aunque manteniendo una estricta distancia podrían observar sin problemas.
La tierra estaba lo bastante compacta al principio, no se encontraban ante una tumba muy bien cuidada y, para su pesar, el cansancio del día a cuestas lo dificultaba más aún. El ruido seco y hueco al efectuar las últimas paladas le advirtieron que ese era el límite prudente. Seguía el movimiento de extracción del ataúd, donde el primer paso sería sacar la tapa y corroborar que todo estuviera en orden para la exhumación. Y, con muy poco esfuerzo, la tapa se desclavó casi como si no tuviera clavos que la aseguraban.
Lo que ocurrió fue que el paso de los años deterioró tanto la madera que esta era casi inexistente. Solo las principales tablas estaban en posición, gracias a lo compacto de la fosa. El espectáculo era macabro. Los restos de lo que en vida fuera una mujer se dejaron ver por entre la blonda y mortaja. Su cuerpo estaba corificado. Parecía una momia, a juzgar por los primeros vistazos. El color de esta era de un marrón claro por sectores y más oscuro por otros. En el fondo del ataúd, se hallaba un líquido putrefacto que cubría casi la mitad del cadáver en posición horizontal. Formando una suerte de “caldo” asqueroso y mal oliente. Era imposible describir el olor ahí presente. Y, por momentos, una oleada de aroma a manzana envolvía a los presentes. Ese olor, que uno identificaría con el de las manzanas al horno, es el fenómeno que estaba relacionado con los cuerpos con alto grado de azúcar en sangre como el de los diabéticos. Los químicos dentro del cadáver fermentan con la putrefacción provocando varias reacciones químicas que, en parámetros normales y en estos casos en particular, es fácil presentir un aroma característico al de una manzana cuando se los exhuma.
En ese instante fue necesario el uso de una máscara antigases, porque un barbijo convencional es insuficiente. Sencillamente el olor traspasa la barrera. Este cuerpo no podía ser exhumado por no contar con los requisitos básicos de la reducción cadavérica natural. En otras palabras, sería trasladado a un ataúd provisorio hasta que los familiares decidieran su destino.
Se necesitaban los lugares libres de aquellas fosas de más de 20 años, que por uno u otro motivo no eran mantenidas económicamente por los parientes. Dispuesto a comenzar la remoción de los restos, el sepulturero se llevó un susto al resbalar y quedar su pie trabado entre el lateral derecho de madera del ataúd y la pared de tierra. No podía sacar su pie de ahí, la antigua manija de bronce logró atascar su tobillo aprisionándolo con firmeza. Estaba seriamente atascado. Su rostro se encontraba a 50 cm del cuerpo, que parecía observarlo. Las cuencas del cráneo, forradas de piel humana corificada y parcialmente cubierta de hongos, no tenían ojos, solo unos agujeros que él identificó como unos párpados aplastados. Ese aroma, por Dios, era nauseabundo.
Las puntas del cabello del cadáver sumergido en el caldo putrefacto se perdían en el fondo. Las manos esqueléticas con sus dedos entrelazados se exhibían en todo su esplendor dejando ver un costoso anillo de oro. Disimuladamente, sin que lo vieran, y tentado por el seductor artículo de joyería, sostuvo la mano cadavérica y con un alicate le cortó el dedo a la momia, que no dejaba de “observarlo” dentro de su ataúd. El acto de extracción de la joya fue tan rápido y ágil que casi ni él lo notó. Durante el acto, se resbaló aún más, cediendo aparatosamente hacia el interior del foso, y cayendo en el interior del ataúd. Su pierna se fracturó en el nivel de la articulación de la rodilla a raíz de la traba y presión ejercidas en la caída. El grito de dolor e impresión fue tal que se escuchó puertas afuera del cementerio municipal.
La compresión de sus 90 kilos al apoyarse sobre la superficie friable del cadáver generó un revuelto de putrílago, “bañándolo” en esa sustancia putrefacta y repugnante. Lo ayudaron a salir de ahí, pero algo lo sujetaba. Unas manos momificadas, desde el interior del ataúd, lo sujetaban con decisión. Agarrándolo de las ropas. Ahí recordó que algo no le pertenecía, el anillo dentro de su puño. Con asco, soltó el dedo con dicha joya dentro de la fosa y, en ese mismo instante, las manos del cadáver se pulverizaron casi por completo.
Cuento extraído del libro «La Puerta del Infierno»
Autor: MARCELO CÁCERES
Me encanto este cuento corto. Felicitaciones y exitos, querido amigo Marcelo