Hay películas capaces de marcarnos a fuego, ya sea por su temática, por el momento en el que las vimos, por sus actuaciones, por nuestro estado de ánimo, por su espectacularidad o por su simpleza, vaya uno a saber porqué, aún así sabemos que nos tocan un nervio muy profundo en el instante preciso, logran eso que otras no han podido, meterse en nuestros corazones y anidar allí por el resto de nuestra existencia. Las llevaremos prendidas en el alma hasta el último aliento. Bueno, en este caso, voy a reseñar una de esas cintas que para mí ha sido uno de los pilares en mi vida cinéfila y con la habilidad de hacerme revivir las mejores emociones que he tenido.
«No sé qué destrucción cumples aquí, en este cauce de caminos donde el pecho es una calavera de vaca en polvo, bajo nubes pesadas como epitafios de solemnidad…» LA VISITANTE, Julio Cortázar, del libro «Salvo el crepúsculo».
No se me ocurrió mejor manera de empezar esta nota que con un escritor argentino tan emparentado con Francia, con su cultura, su gente y sus tiempos. Es posible que en ese arranque del poema de Cortázar pueda verse la intromisión del personaje femenino de «Jules et Jim». Las ambiciones de ella parecen las mismas que la de una ladrona de identidades, o de noches, o de pasados sin sentido, esos tiempos que se recuerdan pero que no consiguen el arrepentimiento de nuestra memoria por no haberlos vivido a mil kilómetros por hora.
Veamos de qué se ocupa este gran clásico del año 1962 dirigido por el maestro Francois Truffaut, basada en la novela homónima de Henri-Pierre Roché y pilar del movimiento que se llamó Nouvelle Vague. La historia se centra, durante la década de 1920 ,en dos amigos, Jules (Oskar Werner) y Jim (Henri Serre) quienes conocen a una mujer llamada Catherine (Jeanne Moreau) y ambos se enamoran de ella, esta se casará con uno de ellos engañándolo con el otro, dando paso a uno de los triángulos amorosos más famoso del cine.
«Jules et Jim» (o simplemente «Jules y Jim») narra las peripecias de este trío en tono de comedia dramática, es una historia sobre la amistad, el amor, los peligros, las inseguridades, los impulsos humanos y, en menor medida, la esperanza. Este es el tercer largometraje de Francois Truffaut luego de «Los 400 golpes» y «Disparen sobre el pianista», aquí el director deja plasmada la huella de la Nouvelle Vague para siempre, como lo harían también otros directores: Alan Resnais, Jean-Luc Godar o Agnés Varda. Ese espíritu pleno de frescura y renovación fue muy bien recibido en todo el mundo. Como dirían algunos, «era lo que hacía falta».
Aunque la película lleve el nombre de los dos personajes masculinos, puedo decirles que las luces están puestas para que brille la gran Jeanne Moreau, ella haciendo de Catherine es la estrella total que ilumina este cielo, con su personaje estampa en la pantalla un carácter obstinado, ambicioso y hasta en algunos momentos, oprobioso. Nos envuelve con esa temerosa actitud que después convierte en desfachatez para luego volverla cautelosa y vertiginosa. Ella es la artífice de esa relación enfermiza de tres personas, es el bastión de ese circo impaciente por reaparecer en los corazones de los amantes provocando una ebullición de hormonas que es capaz de mantener el fuego de la pasión encendido en el medio de las amistades que se han movido durante años en la más férrea carretera de la lealtad.
La voz en off (estilo Godard) va relatando los pormenores de este auténtico ménage a tróis que cautelosamente se toma su tiempo para ahondar en los tejes y manejes de los tres personajes principales sin escandalizarse, como haría más de una ama de casa. Truffaut obra de tal manera con su cámara que no podemos evitar los gestos de Jules cuando Catherine está con Jim y viceversa, lo hace con mucha precisión enseñando y dejando en claro que la amistad entre los caballeros no se ha extinguido.
Jules y Jim son amigos y se mantienen expectantes ante los comportamientos de Catherine, aguantan calumnias pero se ríen, se encuentran sumidos en un enmarañado romance, sienten la imperiosa necesidad de poseerla pero no arruinan su amistad, quizás ese sea el elemento más llamativo de esta maravillosa cinta, cómo se sostiene la presencia de un amigo durante la inalcanzable perfección de un amor precipitado. Ese aspecto está retratado durante toda la película, lo veremos en las charlas, las caminatas y también en el final, ese desenlace que llega en forma de humor ácido.
Los sentimientos de los protagonistas son puestos al extremo, lo triste es muy triste, pero los momentos alegres llenan sus corazones (y los nuestros) y los dejan listos para enfrentar a la esfinge y contestar cualquier pregunta por más difícil que esta sea, van subiendo cada escalón de su relación como si fuera un camino pletórico de anhelos. Celebramos cada instante en que los tres se divierten y llegamos a escuchar «El torbellino de la vida» cantado por Catherine con el alma en su estado de éxtasis. El caprichoso azar hará que la muerte esté rondando en los minutos finales del film alterando el orden de nuestras emociones descreídas que esperaban otra conclusión. Pedimos indemnización sentimental, YA.
La frase que mejor cabe aquí es «se termina pero no se olvida», ya que este enorme clásico jamás morirá. Comprendimos que poner énfasis en las relaciones amorosas, cínicas, escandalosas, ignominiosas y efusivas, sigue siendo mucho mejor que cualquier clase de CGI. Si pueden ver esta obra maestra del cine francés que está pululando por ahí, háganlo, no se arrepentirán de ninguna manera. Existe una versión norteamericana llamada «Willie and Phil» de 1980 que no fue bien recibida. Por acá abajo les dejo la escena de Catherine (Jeanne Moreau) cantando «El torbellino de la vida». Hasta la próxima reseña. Si quieren dejar una opinión, me encantaría.